Relatos - Yo nunca miento

   El viejo Roger entró en la posada con su característica cojera. Se protegía del frío con una capa de lana bastante ajada y los hombros y capucha algo manchados de nieve. El Escudo Quebrado estaba lleno, como casi todas las noches de un tiempo a esa parte, las chimeneas encendidas y el ambiente caldeado. A los habituales parroquianos se unían los clientes de paso que se alojaban en las confortables habitaciones de la planta superior.



   Aquella noche el grupo de extranjeros era especialmente numeroso. En una mesa había tres tarkinos de tez oscura y frente huidiza, vestidos con amplios ropajes estampados con extraños diseños. Hablaban con un grupo de comerciantes dormanos, de piel morena y ojos negros; vivarachos y encantadores. Compartían asado, cerveza y noticias del sur. En otra mesa había dos peregrinos camino del Bosque Revelado. Venían de la lejana Paor, una tierra de altas montañas y gentes recias.

   Dos grupos de aventureros compartían historias de batallas, viajes y fascinantes encuentros con seres fantásticos, la mitad exageradas y la otra mitad completamente inventadas por el licor, que corría alegre por sus gargantas y pecheras. Los dos grupos eran muy variados, pero todos llevaban armaduras y cintos de armas y lucían sus cicatrices como trofeos.

   Roger se sacó la capa mojada y la colgó en un desgastado perchero. Al percatarse de su presencia, varias manos y voces se hicieron eco de su presencia.

   -¡Alcemos las copas a la salud de Roger!

   -¡Bienvenido, Roger! ¡Siéntate y charla con nosotros!

   El viejo sonrió y dejó al descubierto una dentadura desgastada. Andando con dificultad por culpa de su pierna resentida, se unió a sus compañeros entre risas y más bienvenidas.

   -Veo que el negocio te va bien, Girion –le dijo al posadero, un hombre enjuto y moreno, cercano a los cincuenta, de pelo cano y ojos brillantes-. La tormenta ha llenado tu sala.

   Girion se encogió de hombros.

   -No voy a dar la espalda a un regalo de los dioses. Dos o tres como ésta y podría pensar en olvidar lo que me debes.

   Todos prorrumpieron en carcajadas, incluido Roger.

   -¿Y bien? ¿Alguna noticia nueva?

   -Lo de siempre –contestó Methew, el herrero-. Las cosechas a punto, los caminos llenos y nuestras sacas también. Desde que se descubrió la mina de oro no hemos tenido un minuto de tranquilidad.

   Todos asintieron, felices. Hacía cosa de un año que, a pocos kilómetros del destartalado y perdido pueblo de Remenol, se había descubierto un yacimiento de oro muy rico. El artífice del hallazgo había sido un pastor que buscaba refugio en medio de una tormenta, que se dio cuenta de que en las paredes de roca había vetas del valioso metal. Ahí, casi en la superficie. Poco tiempo después habían comenzado los trabajos de explotación y Remenol, de la noche a la mañana, se había convertido en el pueblo más próspero de todo Hundin.

   -Esa mina sí que fue un regalo de los dioses– dijo Randor, el apotecario, y todos asintieron.

   -Y para celebrarlo, ¿qué tal una historia?– propuso Methew- ¿Te animas, Roger?

   La propuesta fue apoyada con patadas en el suelo y golpes en la mesa. Roger sonrió, agradado por la atención.

   -Está bien, está bien– accedió, complacido-. ¿Alguna en especial?

   -Algo que nunca hayamos escuchado antes.

   -¡Eso! Seguro que te guardas algún buen relato.

   Roger se quedó pensativo unos instantes y, de pronto, se le iluminó la cara.

   -Tengo la historia perfecta. Y yo nunca miento, bien lo sabéis.

   El anciano se acomodó en la silla y adoptó un tono y una postura muy familiares para los habitantes de Remenol. Todos se inclinaron hacia él, dispuestos a no perder detalle. Roger tenía una voz agradable, tenía sentido escénico y, dado que de joven había viajado mucho, contaba grandes historias que había escuchado o vivido.

   -Fue en una noche como ésta, en una posada como ésta, hace muchos, muchos años, durante la Guerra del Trono. Yo era muy joven y las promesas de conocer lejanas tierras y ganar un dinero fácil habían hecho que me uniera al ejército de Urlin Garramond, Duque de Burnid. Sin embargo, pronto me di cuenta de que las batallas y la guerra no son como las cuentan los bardos. No hay gloria ni honor, sólo acero, sangre y muerte. Así que algunos hombres de mi compañía y yo decidimos desertar.

   "Sí, sí, ya lo sé, no me miréis así. Desertar es una deshonra. Más aún, ¡un crimen! Pero era joven, estaba desencantado, asqueado del frente. Estaba harto y no pensé en las posibles consecuencias. Vosotros sabéis que soy honrado, un buen hombre. Sabéis que yo nunca miento.

   “El caso es que llevábamos ya tres días de marcha cuando nos sorprendió una tormenta. El cielo se cubrió de unas nubes tan negras que convirtieron el día en noche y los copos de nieve comenzaron a caer. Forzamos la marcha, tratando de poner la mayor distancia posible entre nosotros y el Duque de Burnid, y, al caer la noche, vimos las luces de un poblado cercano.

   “La expectativa de un plato y una cama calientes hizo que nos encamináramos allí sin dudarlo. La posada estaba abierta. Una bastante parecida al Escudo Quebrado, aunque la cerveza mucho peor. Y hablando de cerveza… -dijo, mirando alrededor, casi suplicante.

   -Por los dioses que yo la pagaré– dijo uno de los comerciantes dormanos, un hombre de unos treinta años, delgado y de mirada inteligente.

   Roger había acaparado poco a poco la atención de las mesas cercanas y ya sólo los aventureros no seguían su historia.

   -¡Muchas gracias, amigo! –contestó Roger con su sonrisa mellada mientras Girion le ponía una pinta en la mesa. Roger le dio un prolongado trago y luego eructó con satisfacción.

   -Sí señor, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí! Entramos en aquella posada, El Venado de Oro, creo que se llamaba. Comimos y bebimos como si fuera la última vez, hambrientos por el viaje. Nadie hizo preguntas, nadie hablaba con nadie: los tiempos de la Guerra del Trono fueron muy duros y la gente desconfiaba de los demás.

Relatos - Yo nunca miento - Edificio

   “No nos quedamos en la sala común, sino que subimos directamente a nuestras habitaciones con la esperanza de pasar una noche tranquila. Desgraciadamente, no fue así. Nos despertaron gritos y golpes afuera, en el poblado.

   -¿Bandidos de las montañas? –preguntó un tarkino.

Roger aprovechó la interrupción para echar otro trago y terminarse la jarra. Con una sonrisa, el comerciante hizo un gesto a Girion y éste se apresuró a servir otra pinta. Roger puso cara de satisfacción.

   -No, no eran ellos. Eran los hombres de Grundall, Rey del Oeste, el mismo al que el Duque de Burnid pretendía derrocar. Estaban atacando una aldea de campesinos desarmados en plena noche.

   -¿Y qué hicisteis vosotros? –preguntó Methew.

   -Podría decir que luchamos valientemente por defender a los campesinos, que los protegimos y derrotamos a los hombres de Grundall en una batalla heroica… pero mentiría. Y ya sabéis que yo nunca miento. Esperamos en nuestras habitaciones pacientemente a que los soldados terminaran su trabajo. Fue una auténtica masacre, no quedó nadie con vida.

   Girion quedó en silencio unos instante, recordando aquella escena con un dolor y tristeza evidentes en su rostro.

    -¿No hicisteis nada? –quien preguntó ahora fue uno de los aventureros, pues ya toda la posada escuchaba la historia de Roger.

   -Bueno, rezamos por las almas de los muertos. Pero si te refieres a desenvainar y luchar no, no lo hicimos. Eran demasiados y lo único que habríamos conseguido era que nos mataran. Además, estábamos hartos de pelear por batallas que no eran las nuestras Precisamente por eso habíamos desertado, para alejarnos de enfrentamientos que no nos atañían lo más mínimo. ¿Me siento orgulloso? Claro que no, pero es la verdad y todos sabéis que yo nunca miento.

   Roger hizo una pausa y apuró la pinta de un solo trago.

   -El capitán de la compañía entró en nuestra habitación, nos rendimos y nos interrogó. Nos hicimos pasar por viajeros que iban a Jundalar en busca de trabajo, puesto que temíamos por nuestras vidas si decíamos la verdad. Coló. Nos invitaron a unirnos a los ejércitos del Rey del Oeste pero entonces... Por los dioses que estoy seco –dijo mirando a su auditorio, suplicante.

   El mercader dio el visto bueno a la tercera pinta. Roger la recibió como un padre a un hijo largo tiempo ausente.

   -Bien, justo entonces entró en la aldea otra compañía de soldados, esta vez de nuestro amado Duque de Burnid. Era parte de nuestra antigua unidad, que había salido en nuestra búsqueda para aprehendernos y colgarnos por desertores.

   “Las únicas luces visibles de toda la aldea eran las de la posada, así que no dudaron en dirigirse allí. Los soldados del rey se atrincheraron en su interior y formaron barricadas con los muebles. Empezó la batalla y nosotros nos vimos obligados a coger las armas y luchar por nuestras vidas contra nuestros antiguos compañeros.

   “La pelea duró hasta altas horas de la madrugada. Al final, acabamos con todos los hombres del duque, pero sólo quedaron con vida un puñado de hombres del Rey. A mí me hirieron varias veces y los hombres del rey me dejaron el libertad, en agradecimiento por haber luchado a su lado. El resto de mis compañeros estaban tan muertos como los hombres del duque. Los soldados del rey se fueron por donde habían venido un par de horas después de saquear el poblado y llevarse todo lo de valor.

   -¿Y qué hiciste tú? –preguntó el mercader dormano.

   "Estaba a punto de marcharme cuando vi algo que se movía: era un crío. Su madre había muerto protegiéndolo de una saeta. Estaba herido, casi medio muerto, pero vivo. Me acuerdo de su mirada, desangelada, llena de incomprensión y dolor, y entonces algo se rompió en mi interior. Le curé las heridas lo mejor que pude y me lo llevé conmigo hasta el siguiente poblado, donde lo dejé a cargo de una familia que se hizo cargo de él. Después seguí mi camino hasta Ikkun.

   El mercader prorrumpió en aplausos.

   -¡Magnífica historia! Bien se merece una cuarta, quinta y sexta pintas.

   Los ojos de Roger chispearon ante una propuesta tan generosa.

   -Sí señor, una buena historia– dijo otro aventurero-. Al menos pudisteis rescatar al crío.

   -¿Nunca os preguntasteis que fue de él? ¿Qué le ocurrió luego?– preguntó su mecenas.

   -No. La guerra tiene estas cosas. Te preocupas sólo de ti. Yo hice lo que pude, le proporcioné una casa y le di una segunda oportunidad.

   -¡Brindemos por Roger, el benefactor!

   -¡Por Roger, el salvaniños!

   -¡Por Roger! –secundó el comerciante.

   La noche transcurrió y una pinta siguió a otra, al igual que las historias de Roger. Poco a poco, todo el mundo fue subiendo a sus habitaciones hasta fue la hora de cerrar la sala común. Llegados a ese punto, estaba claro que Roger no sería capaz de dar dos pasos seguidos en medio de la tormenta.

   -Lo acompañaré a su casa –dijo el comerciante dormano que le había pagado la borrachera-. A fin y al cabo, es culpa mía que se halle en ese estado.

   -Vive demasiado lejos y ya no es seguro salir con este tiempo. Suelo tener una habitación para él en estos casos, pero me temo que hoy estoy lleno.

   -Lo subiré a mi habitación entonces –dijo el comerciante mientras cogía a Roger y lo ayudaba a ponerse en pie. El anciano miró a su alrededor aturdido y, al reconocer al comerciante, sonrió y buscó una pinta llena a su alrededor.

   -Creo que hoy ya habéis abusado lo suficiente de la cebada– le dijo riendo mientras lo cargaba escaleras arriba.

   Subieron lentamente, pues Roger se balanceaba e insistía en bajar a tomar la última o balbucear sin sentido.

   -Yo salvé al niño. ¡Lo juro! Ya sabéis que nunca miento.

   En ese momento, el semblante del mercader se ensombreció y, de pronto, ya no era el dormano amable de antes. Sus rasgos se endurecieron y una mueca de impaciencia brotó en su rostro. Casi a rastras, terminó de subir las escaleras y metió a Roger en su habitación. Una vez dentro, lo arrojó encima de la cama y el anciano profirió una débil queja, para luego quedarse dormido casi de inmediato al hallarse en un lecho suave.

   El comerciante fue a su armario y de él sacó un pequeño baúl enjoyado. Lo abrió y extrajo de su interior varias ampollas de cristal llenas de un líquido rojizo. Con sumo cuidado, las colocó en su cinturón y salió de la habitación con el mismo sigilo que una sombra.

   Habitación por habitación, forzó las puertas con maestría y arrojó en su interior las ampollas. Al caer, éstas se rompieron y el líquido de su interior se transformó en un gas carmesí de olor dulzón. Este era un producto extremadamente raro y valioso, sólo adquirible en los más oscuros lugares de los cuatro reinos por sus más oscuras gentes. Ese gas adormecía a quien lo respirara y le robaba las fuerzas lentamente hasta sumirle en un sueño del que jamás despertaría.

   Terminado su tenebroso trabajo, el dormano volvió a su habitación, donde Roger continuaba durmiendo a pierna suelta. Sacó del cofre un pequeño vial de oro y plata, lo destapó y lo colocó debajo de la nariz del anciano. El efecto fue inmediato y éste se despertó, aturdido, pero con parte de la borrachera atenuada.

   Al ver a su benefactor sonrió estúpidamente. El mercader le devolvió la sonrisa.

   -Me he quedado con ganas de oír más sobre la primera historia que contasteis. Ya sabéis: la del ataque al pueblo y el niño herido al que salvasteis de una muerte segura.

   -Me temo que no hay nada más, caballero– contestó Roger encogiéndose de hombros, algo extrañado por la petición-. Es una historia breve y triste.

   -¿Pero estáis seguro de que ocurrió así?– el mercader se acercó a Roger amenazadoramente.

   -¿Perdón?– Roger seguía ligeramente aturdido, pero comenzaba a darse cuenta que algo no iba del todo bien.

   -Me refiero al ataque y a lo del salvar al pobre niño. ¿De verdad los hombres del rey os dejaron en libertad? ¿No habría sido más lógico acabar también con vuestro pequeño grupo de desertores?

   -Bueno… Nos… nosotros nos rendimos. Y a… además los ayudamos después…- Roger lo miraba, aún sin comprender.

   -¿Estáis seguro de ello? – el mercader estaba tan cerca que Roger pudo notar su aliento en el rostro- ¿Estáis seguro que ocurrió tal y como lo habéis contado?

   -Bu… bueno… yo nunca… nunca miento, lo sa… lo sabe to… todo el mundo –repitió el anciano, aunque esta vez ya no sonaba tan convencido.

   -Creo que ahora es mi turno de contaros una historia, maese Roger.

   "Veréis, hace muchos años había un joven que vivía en un pueblo tranquilo, lejos de los problemas que asolaban las tierras de los alrededores, apartado de luchas y guerras. Un buen día, los hombres de un noble advenedizo y usurpador entraron en  el pueblo y, sin mediar palabra, comenzaron a pasar a cuchillo a todos los habitantes.

   A medida que hablaba, la cara de Roger se iba contrayendo más y más en una mueca de terror. El comerciante dormano casi escupía las palabras, hablando con amargura, desprecio y resentimiento.

   -Sin embargo, es cierto que encontraron a un pobre niño, atrapado bajo el cuerpo de su madre. Con su último aliento, había intentado proteger a su hijo del brutal ataque, pero el niño estaba asustado y lloraba. Era pequeño, no sabía lo que ocurría y tenía mucho miedo. Lloró y lo descubrieron.

   “El líder de los soldados se le acercó. Era un joven soldado, avaricioso y mezquino, al que sus subordinados temían. ¿Sabéis cómo se llamaba?– el dormano le susurraba ahora al oído aquella historia, casi escupiendo las palabras-. Sí, estoy seguro que lo sabéis.

   “El niño temió por su vida. Sin embargo, el capitán de aquellos hombres, ese oscuro hombre, le perdonó la vida. El niño creyó que en medio de toda aquella locura se le había sido otorgada una pequeña misericordia. ¡Qué error tan inocente!, ¿no creéis?

   “Lo encadenaron, lo azotaron, lo torturaron mientras se reían de él arrastrándolo por el suelo atado a un caballo. Cuando abandonaron el pueblo iba andando, encadenado a la montura del capitán que, de vez en cuando, lo golpeaba. Finalmente llegaron a una ciudad.

   “El niño creía que allí sería libre. Que algún hombre bueno aprehendería a sus torturadores. Que habría justicia, pues el mundo era justo y bueno. Pero no fue así. Lo vendieron como esclavo, como un trozo de carne, al mejor postor.

   "Interesante historia, ¿verdad? Testigo de la muerte de su madre y sus vecinos, arrancado de su tierra y su inocencia arrebatada, el pobre niño fue vendido a un noble a saber para qué oscuro propósito. Un niño pequeño es una pieza muy cotizada en los mercados de esclavos, ¿lo sabíais? ¡Pero qué estoy diciendo! Por supuesto que sí.

   “Pero lo que no sabéis es lo que aquel hombre, su nuevo amo, le susurró al niño una vez que hubo pagado el precio y ya le pertenecía. Le dijo: “No temas, pues he visto en la profundidad de tus ojos y tú has sido tocado por la diosa. Ella te concederá tu venganza”. Sin saberlo, aquel capitán había vendido el niño a los Asesinos Zangara.

Relatos - Yo nunca miento - Asesino

   El hombre dejó unos segundos para que aquel temible nombre calara en el anciano, que temblaba visiblemente y tenía el rostro desencajado por un miedo cerval.

   “Pasaron los años y sus heridas sanaron, aunque la que llevaba en su corazón nunca lo hizo. Llegado el momento, tomó los Votos Oscuros: una vida de servidumbre a cambio de la venganza que ansiaba su alma. Una venganza que tarde o temprano llegaría, ya que si uno le jura lealtad, tarde o temprano verá como Ella siempre hace honor a su palabra.

   El comerciante sujetó a Roger del cuello, que ni siquiera intentó zafarse, completamente aterrorizado. Con la mano que le quedaba libre, el dormano sacó una daga de hoja negra y acanalada con un pomo que recreaba dos serpientes enroscadas y que acababa en una guarda en forma de cruz, con las cabezas de las dos serpientes con las fauces abiertas. Con un gesto, la hundió en su estómago y rasgó la carne de lado a lado. Roger abrió muchos los ojos y trató de hablar, pero sus palabras se ahogaron en un mar de sangre y dolor.

   -Escucha, Roger. Muere sabiendo que con tus actos aquel día no sólo te condenaste a ti, sino todo lo que aprecias. La vida de mi madre, por la tuya. Mi hogar, por el tuyo. De este lugar sólo quedarán cenizas y sangre, arrasado hasta los cimientos, borrado de la faz de la tierra.

   “Escucha, Roger, pues esta es mi venganza. Y yo nunca miento.



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