Las puertas de la ciudad cayeron con un gran estruendo, los goznes deformados por la terrible fuerza que arrojó las planchas de acero y madera por los aires, como si de hojas secas levantadas por el viento se tratara. El ariete de los invasores, con la forma de un toro de grandes cuernos y ojos furiosos, lucía una enorme abolladura, tal había sido la violencia de la última acometida. Los soldados no se hicieron esperar, entraron, acero en mano, y comenzaron la masacre. Pronto, las calles se cubrieron de cadáveres mientras los defensores de la ciudad retrocedían, incapaces de frenar el violento ataque.
Así cayó la ciudad de Lar'es.
A las pocas horas, el Usurpador entró a caballo en la ciudad. Montaba un enorme corcel negro con los ollares henchidos y el cuerpo sudoroso, excitado por el olor de sangre y los sonidos de entrechocar de armas. Galopó con furia, cada casco arrancando un trueno del pavimento y aplastando en su camino cuerpos rotos y caídos, ya olvidados.
Poco espacio para la piedad había en los corazones de los
conquistadores. Las cabezas de los dirigentes de la ciudad se exhibieron como
trofeos y presidieron un macabro banquete. Cada una fue colocada en su asiento
del Consejo, testigos ciegos y mudos del banquete que El Usurpador celebró ante
sus ojos vacíos. Un banquete donde el vino corrió y se confundió con la sangre,
nacida de sus bárbaras distracciones.
Se alimentaron los fuegos con antiguos tapices, se pintaron
las paredes con insultos y símbolos paganos, se celebraron violentos combates
festivos y se oyeron los lamentos y los llantos de los desgraciados que
amenizaron la celebración satisfaciendo la crueldad y lujuria de los
conquistadores. El Usurpador, finalmente, cogió la antigua Corona de Jaois,
aquella que no había sido reclamada desde hacía incontables generaciones, se la
ciñó y se sentó en el Trono Vacío, sin dueño desde hacía tanto tiempo como la
corona.
Así fue sometida la ciudad de Lar'es.
El Usurpador no gobernaba, sino que su voluntad parecía únicamente querer desangrar la ciudad rápidamente, agostarla como hace un fuego con un bosque. No promulgó edictos, no se interesó por establecer un orden sobre la urbe conquistada, sino que se limitó a regodearse en el caos y la destrucción que provocaban sus hombres.
Las casas fueron saqueadas de todo lo que los conquistadores
consideraron valioso. Los templos, quemados y profanados. Las páginas de todos
los libros de la ciudad fueron arrancadas y arrojadas al viento, languideciendo
junto a la sangre de sus habitantes, perdiéndose incontables generaciones de
conocimiento. Los antiguos ciudadanos fueron convertidos en ganado, encerrados
en jaulas mugrientas y obligados a participar en sádicos y obscenos
entretenimientos. Los niños desaparecieron.
Hombres y mujeres fueron torturados, obligados a luchar entre
sí para diversión de sus nuevos amos. Ni siquiera los muertos tuvieron
descanso, ya que también se perturbó su descanso. Se derribaron las puertas de
los cementerios, se destruyeron y saquearon las tumbas y los mausoleos. Se
desenterraron incontables cadáveres y se les arrebataron las ofrendas fúnebres que pudieran tener con ellos. Nada estaba a salvo de los buitres
carroñeros que habían tomado la ciudad. Orinaron y defecaron sobre las tumbas
de los personajes más insignes, aquellos que les habían plantado
cara durante generaciones, evitando una invasión que, al final, había ocurrido
pese a todos sus esfuerzos.
Comieron y bebieron, torturaron, saquearon y
profanaron más allá de cualquier redención posible. Mutilaron cuerpos y
lo mismo hicieron con las almas de los habitantes de la ciudad. Asesinaban por
gusto, respondiendo a su interminable sed de sangre, alimentada por siglos de
odio y luchas, disfrutando, por fin, de su gran victoria.
A los pocos días ya sólo quedaba una docena de habitantes con
vida. El genocidio casi había terminado, pero al Usurpador le quedaba una
última atrocidad que cometer antes de acabar lo que había venido a hacer. Se
preparó un banquete final, uno espléndido, en lo que habían sido los jardines
dedicados a Fyala, antaño verdes y frondosos, habitados por animales tranquilos
y apacibles, ahora convertidos en un erial ceniciento, una poza encharcada y
maloliente de la que emanaba la pestilencia del agua estancada, la madera
quemada y la muerte.
Los supervivientes, apenas una docena, fueron dispuestos en una mesa en la que sirvieron sabrosas carnes, deliciosas piezas con la piel tostada y crujiente con guarniciones de patatas y verduras y asados con toques ahumados con deliciosas salsas. Después de semanas de hambre y penurias inconcebibles, después de sufrir más de lo que era humanamente soportable, sus mentes, frágiles, terminaron por quebrarse y comieron, sabiendo aquella su última cena.
El Usurpador aguardó a que terminaran el primer plato e hizo
que les sirvieran de nuevo. Cuando el segundo plato también estuvo vacío,
volvió a llenarlos. Y así ocurrió una tercera vez. Ya estaban llenos, pero él los
obligó a seguir comiendo, forzando sus gargantas y sus estómagos, debilitados
por el largo ayuno. Los supervivientes sufrían una nueva agonía, un nuevo dolor
que hasta ese momento les había sido desconocido... pero que era en realidad un
simple preludio.
Cuando ya no pudieron más, cuando tuvieron la tripa hinchada
más allá de lo posible, cuando las náuseas los asaltaban y la sola visión del
banquete los torturaba, sólo entonces el Usurpador consideró que estaban
preparados para el final. Los conquistadores, entonces, llegaron a la zona del
banquete al ritmo de tambores y zampoñas, tocando los ritmos oscuros y
primitivos que tanto les gustaban. Bailaban mientras sostenían entre sus brazos
cuerpos humanos que habían sufrido terribles mutilaciones. A ese le faltaba una
pierna, a este otro, un brazo; al de más allá lo habían abierto en canal y
vaciado por dentro; un cuarto era apenas un torso con cabeza...
Los supervivientes comenzaron a distinguir en algunos platos
de la mesa formas terroríficamente conocidas y comprendieron entonces la
naturaleza de su banquete, la burla, el brutal sadismo nacido de unas almas de
un color tan negro como el limo burbujeante del infierno. El Usurpador saboreó
su terror, su dolor, su asco y su culpa. Y entonces, sólo entonces, acabó con
ellos.
Así fue profanada la ciudad de Lar'es.
Esa última noche durmieron en la ciudad con la mente puesta en la marcha del día siguiente, en las futuras batallas, en lo que harían con la siguiente ciudad que conquistaran. La ciudad permanecía en silencio, acabados los festejos. Ya no había prisioneros que torturar ni mujeres con las que disfrutar, así que todos dormían. Ninguno de ellos haría realidad esos brutales sueños.
De las casas de la ciudad surgió una fría niebla que danzaba
en al aire, arremolinándose y formando figuras caprichosas en al aire. Eran los
deseos de sus habitantes, sus esperanzas, su valor y fuerza de voluntad. Era su
inocencia, sus ganas de vivir, el amor por sus familias, el cariño a sus
vecinos... Eran siglos y siglos de vidas, clamando venganza.
La niebla se extendió junto al frío aire de la madrugada, en esas horas en las que la oscuridad se cierra y parece que nunca más volverá a lucir el sol. Se arrastró por el suelo, reptó por las calles, trepó por las paredes de las casas, como una hiedra macabra, y subió por las patas de las camas. A su paso, los cadáveres de los antiguos habitantes de la ciudad desaparecían y la niebla parecía hacerse más fuerte, su voluntad reafirmada con cada uno que encontraban, como si cargara con esa muerte y se hiciera responsable de ella. Las manchas de sangre desaparecieron, el olor a putrefacción se extinguió y, casi por un momento, la ciudad recuperó su esplendor de antaño. Pero ya nunca sería igual.
La niebla se enroscó en las piernas de los invasores, avanzó
por sus cuerpos, cubriéndolos con fríos tentáculos vaporosos. Oscuridad.
Silencio. La niebla avanzó y cubrió torsos y brazos con un tacto etéreo, apenas
una suave e inocente brisa de madrugada que se cuela por debajo de la rendija
de una puerta o por una ventana mal cerrada. Subió hasta llegar al cuello y
allí se detuvo unos instantes, como dudando sobre si sería suficiente. Pero no
lo era. Después de aquellos días nada sería suficiente para vengar las almas de
la ciudad entera.
Finalmente, rápida como una serpiente, entró por las bocas
abiertas, por la nariz, las orejas, por los conductos lagrimales... y apretó. El
silencio se rompió con el estruendo de un alarido nacido de miles de gargantas.
Los conquistadores se retorcían entre retortijones, sintiendo cómo algo frío
los desgarraba por dentro, cómo llenaba sus gargantas y los asfixiaba y cómo
los constreñía con una fuerza inhumana y los mantenía tumbados, sin poder
moverse.
La muerte debería haberles llegado rápido, eso habría sido lo
misericordioso, lo razonable. Pagar una vida con otra vida. Pero no era
suficiente, nada era suficiente. Algunos hombres murieron, pero la mayoría
sobrevivió a aquella noche de muerte para ver cómo el amanecer no les traía
ninguna esperanza. La agonía duró días, semanas. Sin poder comer, sin poder
beber, durmiendo sólo de puro agotamiento para ser despertados en mitad del a
noche con otro ataque furtivo. La locura se adueñó de las mentes de los que
iban quedando mucho antes de que les llegara la muerte, por inanición.
Cuentan que, desde entonces, la ciudad está maldita. El tiempo
no se ha atrevido a invadir sus muros y torres y ha pasado de largo, dejándolo
todo como el día en que la niebla se levantó. De día permanece en completo
silencio, una quietud siniestra, un enloquecedor duelo; el lamento proferido
por una ciudad sin voz ninguna. De noche, las nieblas vuelven, vagan por las
calles y recorren los paseos y jardines, suben a las torres y se cuelan por los
tejados.
Y dicen que, de vez en cuando, todavía se oyen gritos de dolor
y angustia que se elevan en esas horas en las que la noche es más oscura.
Gritos de un antiguo caudillo de guerra, un usurpador que consiguió invadir la
ciudad hace muchos siglos y que cometió atrocidades contra sus habitantes. Dicen
que las nieblas no acabaron con él, que sigue con vida, ya que ninguna muerte
es castigo suficiente para él.
Y así se vengó la ciudad de Lar'es.
Comentarios
Publicar un comentario