Relatos - La Venganza de Lar'es

Las puertas de la ciudad cayeron con un gran estruendo, los goznes deformados por la terrible fuerza que arrojó las planchas de acero y madera por los aires, como si de hojas secas levantadas por el viento se tratara. El ariete de los invasores, con la forma de un toro de grandes cuernos y ojos furiosos, lucía una enorme abolladura, tal había sido la violencia de la última acometida. Los soldados no se hicieron esperar, entraron, acero en mano, y comenzaron la masacre. Pronto, las calles se cubrieron de cadáveres mientras los defensores de la ciudad retrocedían, incapaces de frenar el violento ataque.

Así cayó la ciudad de Lar'es.

Relato - La Venganza de Lar'es - Ciudad

A las pocas horas, el Usurpador entró a caballo en la ciudad. Montaba un enorme corcel negro con los ollares henchidos y el cuerpo sudoroso, excitado por el olor de sangre y los sonidos de entrechocar de armas. Galopó con furia, cada casco arrancando un trueno del pavimento y aplastando en su camino cuerpos rotos y caídos, ya olvidados.

Poco espacio para la piedad había en los corazones de los conquistadores. Las cabezas de los dirigentes de la ciudad se exhibieron como trofeos y presidieron un macabro banquete. Cada una fue colocada en su asiento del Consejo, testigos ciegos y mudos del banquete que El Usurpador celebró ante sus ojos vacíos. Un banquete donde el vino corrió y se confundió con la sangre, nacida de sus bárbaras distracciones.

Se alimentaron los fuegos con antiguos tapices, se pintaron las paredes con insultos y símbolos paganos, se celebraron violentos combates festivos y se oyeron los lamentos y los llantos de los desgraciados que amenizaron la celebración satisfaciendo la crueldad y lujuria de los conquistadores. El Usurpador, finalmente, cogió la antigua Corona de Jaois, aquella que no había sido reclamada desde hacía incontables generaciones, se la ciñó y se sentó en el Trono Vacío, sin dueño desde hacía tanto tiempo como la corona.

Así fue sometida la ciudad de Lar'es.

Relato - La Venganza de Lar'es - Ejército Caos
Arte de Warhammer, Chaos Legion, por Adrian Smith

El Usurpador no gobernaba, sino que su voluntad parecía únicamente querer desangrar la ciudad rápidamente, agostarla como hace un fuego con un bosque. No promulgó edictos, no se interesó por establecer un orden sobre la urbe conquistada, sino que se limitó a regodearse en el caos y la destrucción que provocaban sus hombres.

Las casas fueron saqueadas de todo lo que los conquistadores consideraron valioso. Los templos, quemados y profanados. Las páginas de todos los libros de la ciudad fueron arrancadas y arrojadas al viento, languideciendo junto a la sangre de sus habitantes, perdiéndose incontables generaciones de conocimiento. Los antiguos ciudadanos fueron convertidos en ganado, encerrados en jaulas mugrientas y obligados a participar en sádicos y obscenos entretenimientos. Los niños desaparecieron.

Hombres y mujeres fueron torturados, obligados a luchar entre sí para diversión de sus nuevos amos. Ni siquiera los muertos tuvieron descanso, ya que también se perturbó su descanso. Se derribaron las puertas de los cementerios, se destruyeron y saquearon las tumbas y los mausoleos. Se desenterraron incontables cadáveres y se les arrebataron las ofrendas fúnebres que pudieran tener con ellos. Nada estaba a salvo de los buitres carroñeros que habían tomado la ciudad. Orinaron y defecaron sobre las tumbas de los personajes más insignes, aquellos que les habían plantado cara durante generaciones, evitando una invasión que, al final, había ocurrido pese a todos sus esfuerzos.

Comieron y bebieron, torturaron, saquearon y profanaron más allá de cualquier redención posible. Mutilaron cuerpos y lo mismo hicieron con las almas de los habitantes de la ciudad. Asesinaban por gusto, respondiendo a su interminable sed de sangre, alimentada por siglos de odio y luchas, disfrutando, por fin, de su gran victoria.

A los pocos días ya sólo quedaba una docena de habitantes con vida. El genocidio casi había terminado, pero al Usurpador le quedaba una última atrocidad que cometer antes de acabar lo que había venido a hacer. Se preparó un banquete final, uno espléndido, en lo que habían sido los jardines dedicados a Fyala, antaño verdes y frondosos, habitados por animales tranquilos y apacibles, ahora convertidos en un erial ceniciento, una poza encharcada y maloliente de la que emanaba la pestilencia del agua estancada, la madera quemada y la muerte.

Los supervivientes, apenas una docena, fueron dispuestos en una mesa en la que sirvieron sabrosas carnes, deliciosas piezas con la piel tostada y crujiente con guarniciones de patatas y verduras y asados con toques ahumados con deliciosas salsas. Después de semanas de hambre y penurias inconcebibles, después de sufrir más de lo que era humanamente soportable, sus mentes, frágiles, terminaron por quebrarse y comieron, sabiendo aquella su última cena.

El Usurpador aguardó a que terminaran el primer plato e hizo que les sirvieran de nuevo. Cuando el segundo plato también estuvo vacío, volvió a llenarlos. Y así ocurrió una tercera vez. Ya estaban llenos, pero él los obligó a seguir comiendo, forzando sus gargantas y sus estómagos, debilitados por el largo ayuno. Los supervivientes sufrían una nueva agonía, un nuevo dolor que hasta ese momento les había sido desconocido... pero que era en realidad un simple preludio.

Cuando ya no pudieron más, cuando tuvieron la tripa hinchada más allá de lo posible, cuando las náuseas los asaltaban y la sola visión del banquete los torturaba, sólo entonces el Usurpador consideró que estaban preparados para el final. Los conquistadores, entonces, llegaron a la zona del banquete al ritmo de tambores y zampoñas, tocando los ritmos oscuros y primitivos que tanto les gustaban. Bailaban mientras sostenían entre sus brazos cuerpos humanos que habían sufrido terribles mutilaciones. A ese le faltaba una pierna, a este otro, un brazo; al de más allá lo habían abierto en canal y vaciado por dentro; un cuarto era apenas un torso con cabeza...

Los supervivientes comenzaron a distinguir en algunos platos de la mesa formas terroríficamente conocidas y comprendieron entonces la naturaleza de su banquete, la burla, el brutal sadismo nacido de unas almas de un color tan negro como el limo burbujeante del infierno. El Usurpador saboreó su terror, su dolor, su asco y su culpa. Y entonces, sólo entonces, acabó con ellos.

Así fue profanada la ciudad de Lar'es.

Relato - La Venganza de Lar'es - Venganza
Captura de pantalla del videojuego Bloodborne

Esa última noche durmieron en la ciudad con la mente puesta en la marcha del día siguiente, en las futuras batallas, en lo que harían con la siguiente ciudad que conquistaran. La ciudad permanecía en silencio, acabados los festejos. Ya no había prisioneros que torturar ni mujeres con las que disfrutar, así que todos dormían. Ninguno de ellos haría realidad esos brutales sueños.

De las casas de la ciudad surgió una fría niebla que danzaba en al aire, arremolinándose y formando figuras caprichosas en al aire. Eran los deseos de sus habitantes, sus esperanzas, su valor y fuerza de voluntad. Era su inocencia, sus ganas de vivir, el amor por sus familias, el cariño a sus vecinos... Eran siglos y siglos de vidas, clamando venganza.

La niebla se extendió junto al frío aire de la madrugada, en esas horas en las que la oscuridad se cierra y parece que nunca más volverá a lucir el sol. Se arrastró por el suelo, reptó por las calles, trepó por las paredes de las casas, como una hiedra macabra, y subió por las patas de las camas. A su paso, los cadáveres de los antiguos habitantes de la ciudad desaparecían y la niebla parecía hacerse más fuerte, su voluntad reafirmada con cada uno que encontraban, como si cargara con esa muerte y se hiciera responsable de ella. Las manchas de sangre desaparecieron, el olor a putrefacción se extinguió y, casi por un momento, la ciudad recuperó su esplendor de antaño. Pero ya nunca sería igual.

La niebla se enroscó en las piernas de los invasores, avanzó por sus cuerpos, cubriéndolos con fríos tentáculos vaporosos. Oscuridad. Silencio. La niebla avanzó y cubrió torsos y brazos con un tacto etéreo, apenas una suave e inocente brisa de madrugada que se cuela por debajo de la rendija de una puerta o por una ventana mal cerrada. Subió hasta llegar al cuello y allí se detuvo unos instantes, como dudando sobre si sería suficiente. Pero no lo era. Después de aquellos días nada sería suficiente para vengar las almas de la ciudad entera.

Finalmente, rápida como una serpiente, entró por las bocas abiertas, por la nariz, las orejas, por los conductos lagrimales... y apretó. El silencio se rompió con el estruendo de un alarido nacido de miles de gargantas. Los conquistadores se retorcían entre retortijones, sintiendo cómo algo frío los desgarraba por dentro, cómo llenaba sus gargantas y los asfixiaba y cómo los constreñía con una fuerza inhumana y los mantenía tumbados, sin poder moverse.

La muerte debería haberles llegado rápido, eso habría sido lo misericordioso, lo razonable. Pagar una vida con otra vida. Pero no era suficiente, nada era suficiente. Algunos hombres murieron, pero la mayoría sobrevivió a aquella noche de muerte para ver cómo el amanecer no les traía ninguna esperanza. La agonía duró días, semanas. Sin poder comer, sin poder beber, durmiendo sólo de puro agotamiento para ser despertados en mitad del a noche con otro ataque furtivo. La locura se adueñó de las mentes de los que iban quedando mucho antes de que les llegara la muerte, por inanición.

Cuentan que, desde entonces, la ciudad está maldita. El tiempo no se ha atrevido a invadir sus muros y torres y ha pasado de largo, dejándolo todo como el día en que la niebla se levantó. De día permanece en completo silencio, una quietud siniestra, un enloquecedor duelo; el lamento proferido por una ciudad sin voz ninguna. De noche, las nieblas vuelven, vagan por las calles y recorren los paseos y jardines, suben a las torres y se cuelan por los tejados.

Y dicen que, de vez en cuando, todavía se oyen gritos de dolor y angustia que se elevan en esas horas en las que la noche es más oscura. Gritos de un antiguo caudillo de guerra, un usurpador que consiguió invadir la ciudad hace muchos siglos y que cometió atrocidades contra sus habitantes. Dicen que las nieblas no acabaron con él, que sigue con vida, ya que ninguna muerte es castigo suficiente para él.

Y así se vengó la ciudad de Lar'es.



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